jueves, 11 de febrero de 2010

A veces vale la pena dejar nuestro lugar a otros...

...Y luego de leer esta columna que me llegó por "feisbuc", no puedo más que extenderla sobre esta mesa que comparto con ustedes y dejarlos en mejor compañía... ¿Habrá acaso alguien en nuestras redacciones que viva cada día construyéndose la inmortalidad sobre el piedra frágil y delicada del respeto? Que disfruten este texto como yo lo he disfrutado...


Tomás

Por Martín Caparrós


"¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?”.

Son versos, son de Borges, encabezan el primer gran libro de Tomás Eloy Martínez. En la página inicial de Lugar común la muerte resuena la pregunta: ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido? ¿Quién será el que se ha muerto ahora que, muerto, les ha quedado a los vivos? ¿Quién será aquel que fue, ya ajeno de sí mismo?

Morir es entregarse. Los muertos se hacen nuestros: los hacemos. Nosotros, los provisoriamente vivos, hilamos una vida sin saber que la hilamos, como quien se distrae –“yo vivo, yo me dejo vivir, para que él trame su literatura…”–, y esa vida se va haciendo relato sin querer: un relato donde a veces influimos más que otras, tallando marcas, sembrando materiales. Hasta que, al fin, el día más pensado, nos volvemos tan poco, cajita de cenizas: construcción de los otros. Morirse es, también, convertirse en un cuento que otros van tejiendo. ¿Quién nos dirá de quién, y quién será el que era? Mi maestro Tomás se murió hace unos días.

Lo hemos llorado, lo hemos saludado, le hemos dicho que lo vamos a extrañar –y es tristemente cierto. Tomás era cariñoso, pícaro, generoso, malévolo. Tomás era absolutamente querible, interesante, culto, atento a sus amigos: uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Tenía un arte del relato oral que envidiaría cualquier tía solterona, y le gustaba tanto charlar de libros como de chismes, de política y películas como de bueyes muy perdidos; contaba chistes malos. Y, sobre todo, le interesaban con pasión los hombres y mujeres, las historias. Ahora se ha vuelto, finalmente, una.

Me gusta pensar que le interesaría ese pasaje: que podría, como solía, reírse, sorprenderse, enfurecerse incluso escuchando lo que empieza a ser. Él, que lo hizo con otros muertos, con grandes muertos de la patria: él, que inventó algunas de las formas más precisas de Juan Domingo Perón, de Eva Perón –y tantos otros. Nada le gustaba más que recordar cómo ciertos episodios que imaginó para Perón en su Novela, para Evita en su Santa eran citados aquí y allá como historia verdadera. A mí me gusta recordarlo así: como un gran inventor de historias verdaderas. Cualquiera inventa historias; es muy difícil inventar historias verdaderas.

(Este martes, al lado de la lluvia, su cuerpo muerto tronaba en medio de la sala y en un rincón, en una mesa, descansaban sus libros. A las dos de la tarde unos señores se llevaron el cuerpo; los libros se quedaron. Sólo la realidad puede hacer metáforas tan malas; Tomás la habría tachado o mejorado. Pero es cierto que, de ahora en más, él va a ser, sobre todo, esas historias verdaderas que inventó.)

Tomás empezó a escribir en serio en la Argentina de los años sesentas. Era un gran periodista, jefe de redacción de una de las mejores revistas argentinas, donde cada nota era obsesivamente reescrita para que mantuviera el estilo de un autor colectivo que se llamaba Primera Plana –y donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos –periodistas y lectores– se creían gente inteligente. En medio de esos alardes –de esas facilidades, diría alguna vez–, Tomás Eloy Martínez se buscaba.

Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo –entonces nuevo– consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo –una música, ritmos, una textura de la prosa.

Tomás –como muchos de los mejores– se pasó muchos años escribiendo, de alguna forma, el mismo texto. Ya en Lugar Común anunciaba su intento: “Debo acaso explicarme: las circunstancias a que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes tan dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les deparé componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura. ¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?”.

Con ese programa, contra la práctica notarial del periodismo chato, escribió sus crónicas de entonces y, obstinado, entusiasta, ligeramente escéptico, creyente, sus dos libros más celebrados, los Perón. Donde terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad –y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo. Fue su consagración o, dicho de otra manera, su hallazgo de sí mismo. Desde entonces se pasó dos décadas fecundas componiendo una Argentina que –vaga, complaciente– aceptó ser la que él contaba. Tomás, mientras tanto, se dejaba vivir, gozaba de la vida, sufría de la vida –y escribía escribía escribía más.

He conocido a pocos tan ferozmente escritores. Hace unos años, cuando leí su despedida de su mujer, Susana Rotker, me impresionó que, en medio de tal dolor, pudiera escribir esas palabras. Hace unos días, la última vez que nos vimos, me dijo que, contra la enfermedad, seguía escribiendo, y entendí cómo una metáfora gastada puede volverse realidad: escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo.

Ahora, ya desembarazado de la obligación de ser real –esa torpe necesidad de comer, querer, ganarse el sueldo, elegir la camisa–, será puro relato. Por eso ya no importa quién era aquel Martínez. Importará, de ahora en más, cómo lo hacemos: ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?

Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesionario. Si traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante sin decir todo lo que le debo”, escribió Tomás alguna vez. Hace muchos años le dediqué mi primer libro de crónicas. Ayer encontré, doblado dentro de mi ejemplar de Lugar común la muerte, Caracas, 1978, el papelito donde había ensayado esa dedicatoria: “Porque/ si no hubiera sido por aquel Lugar Común,/ jamás me habría atrevido/ a suponer este libro./ Gracias”. Otros harán otros Tomás; yo seguiré escribiendo, en cada texto, acechado por mis limitaciones, éste: el que nos permitió escribir lo que escribimos, el que nos inventó. Por eso me gusta pensar que leería estas líneas con su sonrisa pícara, con el brillo guasón de sus ojitos claros, y me diría que no he inventado suficiente. Tiene razón, maestro. Denos tiempo. Total, por fin, ya no lo apura ningún cierre.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Noticiarios Puzzle

Televisa presentó su nuevo canal de noticias: Foro TV. La información detallada al respecto ya navega por la red y en Twitter ya tiene cuenta para mantenernos al día sobre lo que será este nuevo espacio que se trasmitirá por el canal 115 de Sky y Cablevisión. Bienvenido sea, por lo que representa para el mercado laboral del periodismo, tan lastimado por la crisis en los últimos dos años. Sin embargo, la apuesta de televisa gira en torno de un formato ya probado y conocido: noticieros cada media hora, breaking news y programas apuntalados por personalidades y opinión. ¿Será para siempre ésa la función de la televisión en el mundo del periodismo? Nada hay en contra de ese formato, al cabo es su apuesta. Pero desde el otro lado de la pantalla queda la impresión de que nos enfrentaremos, de nuevo, a un rompecabezas: noticias fragmentadas, sin contexto, sin referencia, el hecho seco y la imagen condensada. Las noticias que corren a trompicones en su tiempo, impidiendo el descanso para el entendimiento y la reflexión. Luego, vendrá la opinión, que vale por quien la comparte y por lo que aporta para la mirada de la realidad. Pero eso no es periodismo. Puede haber detrás de esas opiones conocimiento, estudio, especialización en el tema, pero falta la riqueza que aporta una buena investigación periodística, la profundidad y la amplitud que ofrece el buen reportaje en cualquiera de sus formatos. De modo que, hasta donde parece, seguiremos con mucha noticia y poca investigación. Mucha opinión y poco periodismo. Frente a ello, no puede uno más que agradecer la labora que llevan adelante los documentalistas. A falta de una televisión que apueste por formatos noticiosos de largo aliento, ellos vienen a suplir la labor quien bien podrían llevar adelante los canales de noticias si quisieran: reportajes que nos permitieran siquiera completar algunas piezas del complejo rompezabezas de la realidad. Ejemplos sobran. Y allí Ambulante para demostrarlo. Por eso, si no disponen otra cosa, yo me quedo con ese periodismo de factura cinematográfica. Siempre me dice más, me explica más y me gusta más.

La culpa no es de Twitter

Una broma enfrió el romance. La publicación en Twitter de un asesinato que no ocurrió, con todo y sus pormenores, confrontó a twitteros y periodistas y puso sobre la mesa un debate que ya rondaba: la fiabilidad de las redes sociales como fuente de información periodística. La anécdota --que nunca fue hecho-- evidenció las malas prácticas de la tarea periodística, al caer en la tentación de dar por cierto lo no comprobado.
Hubo intercambio de culpas entre usuarios del microblogging y periodistas, que se ofendieron de la mala broma. Y lo fue. Siempre es molesto que en un mundo donde sobran las malas noticias, mentes ociosas abonen mentiras. Pero allá quien lo hizo. Para los reporteros y los medios, todavía en la fascinación por Twitter, queda la lección: las redes sociales son sólo eso y nunca podrán sustituir las buenas prácticas del oficio, la primera entre todas reportear, así de fácil. Salir a la calle, hablar con la gente, comprobar sobre todos los dichos y los hechos. Desconfiar incluso de nuestra sola mirada, a veces empañada por nuestras propias carencias.
Si la información de este falso asesinato saltó la red y llegó a los medios, la culpa no es de Twitter... Sino de quienes nos hemos olvidado que el periodismo tiene su código de honor.
Por cierto, no sólo en México ha ocurrido. Ya sucedió también en España y seguramente seguirá ocurriendo. En adelante, los periodistas deberán tomar sus previsiones.